Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Durante estos días mundialistas, editorial sudestada acaba de publicar: “Operativo Tilcara 86: Diez días que valieron un mundial”, un libro del periodista Juan Ignacio Provéndola que relata el exótico viaje de la selección campeona del mundo a Tilcara antes del mundial.
En cuanto Carlos Bilardo supo que a la Argentina le tocaba jugar la fase de grupos con Bulgaria y Corea en el Distrito Federal y contra Italia en Puebla, dos ubicaciones a 2.200 metros de altura, comenzó a idear un plan de aclimatación o acostumbramiento a las condiciones que deberían afrontar los jugadores unos pocos meses después. A partir de un breve análisis concluyó que Tilcara reunía condiciones adecuadas: altura similar respecto al nivel del mar, temperaturas parecidas, alejado de los grandes centros y de periodistas indiscretos, un lugar ideal para poner a punto al plantel.
El texto de Provéndola toma infinidad de anécdotas de los propios protagonistas y se empeña en dejar en claro la que tal vez haya sido la causa fundamental del título logrado por la selección nacional en México: la extremada obsesión de su entrenador por los detalles. A la épica hay que construirla, a la gloria hay que buscarla en todos los rincones, lo que algún día será nostalgia o leyenda hoy puede ser parte de un diseño premeditado y planificado a la perfección. Algo de esto imaginó Bilardo cuando propuso una idea tan particular.
Hace unos años vistamos Tilcara durante unas vacaciones familiares, en el pequeño pueblo de Jujuy nadie olvidará jamás la misteriosa visita del seleccionado. Aquellos deportistas aficionados que tuvieron que formar un equipo de sparrings para jugarle al plantel profesional, equipo que por más amateur que fuera corría con la ventaja de no sentir la altura ni el calor, hoy son pequeños héroes de los que nadie cuestiona el aporte que hicieron al título del 86.
Hoy sería imposible algo así, confiesa el autor, “Imaginate el revuelo que causaría Messi en una cancha de tierra sin alambrados: se le tiraría toda la gente encima, no lo dejarían respirar”.
Una vez más, y ahora ya sale como una cábala, escribo esta columna sin saber el resultado de Argentina, en este caso contra Australia. Más allá de la cuestión logística o de la posibilidad de llevar a jugadores profesionales a un lugar así (no sólo hay que pensar en cómo reaccionaría el público viendo a Messi sino en cómo actuarían por ejemplo los directivos del PSG ante algo parecido), es indudable que de aquella mística poco y nada queda en el fútbol. Es probable que la locura de Bilardo haya sido una de las últimas manifestaciones de cierto aprecio por lo artesanal o anti profesional, de un aprendizaje basado más en el sacrificio que en la asepsia del gimnasio, más en el riesgo y en el padecimiento o la escasez de recursos que en el despilfarro súper profesional del fútbol actual. Sea como sea, la experiencia de Bilardo deja una enseñanza que se puede extrapolar a otras disciplinas, que sirve de faro para no perder la humildad sin la cual es imposible cualquier logro.
“Muchachos, yo me desmayo, pero ustedes sigan corriendo, no pasa nada”, dicen que dijo Cucciufo antes de caer desmayado cuando el sol de mediodía y la liviandad del aire ya no permitían que sus pulmones les dieran oxígeno a los músculos.
Hay veces que primero hay que saber sufrir…
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