Cuando el niño Freddy Chipana salió de su casa en El Alto, camino a la escuela de oficios Tres Soles, solo sabía que hacía mucho frio y que en esa escuela se encontraría con chicos abandonados y con problemas de conducta. Y que aprendería algo como carpintería, que le permitiría mantenerse.
Así que allá fue, frotándose las manos y exhalando vapor mirando la nieve de la cordillera.
Ningún Yatiri le había leído el destino en las hojas de coca ni nada parecido, por lo tanto, no tenía cómo saber que años más tarde se convertiría en un actor de un talento tan exquisito que haría estremecer a los públicos de Italia, Francia, Portugal, Canadá y tanto más.
Joven aymara, segundo de nueve hermanos, de padre ausente y madre trabajadora “y mucho, hasta que nos sacó a todos adelante”, descubrió el teatro a los trece años y entendió que era un buen pasatiempo hasta que se le convirtió en una pasión que lo llevó al rigor de entrenar cuatro horas por día, todos los días, hasta fundar su propia compañía: El Ojo Morado, elenco boliviano que se autogestionó sus giras por el continente, hasta que en el año 1997 lo llamó Cesar Brie, un director argentino que dirigía el ya mítico Teatro de Los Andes.
Y volvió a salir de su casa en Alpacoma, puso lo poco que tenía en un bolsito negro, cruzó la calle de tierra, la canchita de futbol, y llegando a Yotala fue Patroclo en La Iliada y durante años el mundo vibró con ese elenco y sus personajes y sus obras. Entonces y en lo más alto de su carrera, decidió volver a La Paz, a El Alto, a Alpacoma, a fundar y dirigir Altoteatro, donde me contaba que “Era un momento muy exitoso, andábamos de gira por el mundo y el Teatro de Los Andes era muy importante y hacían además muchos elogios a mi trabajo, ahí pensé que el teatro debe servir para decir cosas, para intentar educar y eso yo quería hacer en Bolivia, entonces renuncié a Los Andes y armé Altoteatro aquí. Sin apoyo, claro, pero no importa, hay que seguir, hay jóvenes talentosos y se trabaja en el lugar de uno” dice hoy Freddy, a los cuarenta y ocho años de su edad.
La compañía Altoteatro acaba de cumplir veinte años.
En el año 2003 un joven Luis Zarranz se recibía de periodista en el Circulo de la Prensa. Sabía (o creía saber) que su inclinación y destino único y definitivo era el periodismo político.
Hijo de psicóloga y de padre “casi arquitecto”, siguió estudiando y formándose mientras trabajaba, hasta su última maestría, en el 2018.
Amante de las palabras, la bifurcación de sus pasiones sucedió cuando en el año 2010 escribiendo para la revista MU, cubre una obra de teatro comunitario, que tampoco sabía él, terminaría llevándolo hasta por los pueblos más pequeños donde “la magia es increíble. En un pueblo de cuatrocientas personas, cien trabajan en la obra y el resto de la gente organiza todo el resto. El teatro existe por y para ellos”.
En su casa en Berazategui, se entusiasma contando anécdotas de los grupos independientes de teatro y de los talentos que conoció a lo largo del tiempo: “terminé yendo dos o tres días antes de la función para vivir el proceso casi completo de como tanta gente es feliz haciendo teatro, por la de ellos. Y tiene sentido. El teatro nace como un arte popular, callejero, una forma de hablar y contar la propia historia y los sentimientos y fantasías de las sociedades, y esto es un enorme regulador y disparador de procesos sociales y culturales. ¡No sabes la cantidad de creatividad que hay por ahí!”. Toda esa experiencia dio como resultado el libro tan divertido como disparador de emociones: “Actores Sociales”.
En las ciudades intermedias de la provincia de Buenos Aires, los galpones abandonados de las estaciones de trenes se convirtieron de facto en teatros. La necesidad de representar llevó a distintos grupos a apropiarse de espacios donde desarrollar desde el arte la caracterización de sus sociedades. “yo vi viejos llegar agachados y con bastones, vestirse, y salir a escena casi resucitados, y a jóvenes sin destino, encontrar en el teatro su razón de ser. Vi esto durante años”.
Hoy hay una asociación de teatros comunitarios que se apoyan entre ellos, se autogestionan, se pasan información, crean juntos y de esa forma exorcizan esa eterna maldición de que para actuar hay que ir a la capital. Luis, que pateó los más lejanos escenarios de la provincia de Buenos Aires, sabe que “siempre se ocupan de los grandes centros urbanos. Digo “siempre” cuando en realidad sucede a veces y con gran desorden porque la información no fluye y muchas veces los elencos se enteran de las cosas que hay cuando ya pasaron, y entones no solo están lejos, sino que los hacen sentir más lejos todavía, aislados”.
Pudiera ser que estas historias suenen románticas. Pero no lo son. Son sacrificios, cansancios, insomnios y a veces hambre, para seguir empujando la cultura de los pueblos, que nos permitirá sentirnos orgullosos de un trabajo en el que no participamos siquiera.
En la provincia de Buenos Aires, en el informe de obras de teatro y ciclos/ programas teatrales impulsados por el Instituto Cultural durante el año 2022 figuran treinta y cinco funciones totales de doce obras de teatro, más un radioteatro y tres ciclos de formación de artes escénicas. Y alguna que otra actividad. Obviamente la producción total y real multiplica esta cifra muchas veces. Pero a pulmón.
No deberíamos hacer un recuento de la cantidad y calidad, tanto de actores y actrices, como de obras de teatro que le dieron a la Argentina la bien ganada fama que tiene, pero quizá venga a cuento para mostrar historias de sacrificios y voluntades que sin ningún tipo de apoyo llegaron a esa cúspide para que se ponga en marcha el “orgullo argentino”. Finalmente es la historia del arte en Latinoamérica y Buenos Aires parece no ser la excepción. Ciudades y pueblos enteros anclando sus historias en los teatros y las calles como una forma de tradición oral, de donde salieron y saldrán representantes al mundo, pero hasta eso penan por pasillos y oficinas perdiendo tiempo por una beca o un financiamiento mínimo para una obra, tan mínimo que no alcanza para que traspase ni los límites de la provincia dejando por ahí el talento tirado y sin recoger, en los caminos del hartazgo donde crecen casi siempre nuevos burócratas administrativos, que se encargarán de intentar cansar a los que vienen después y así alimentar el circulo del que algún Freddy Chipana o Luis Zarranz zafarán con mucho esfuerzo para crear una obra, o escribir un libro que nos permitirá decir “es nuestro”, cuando hayan llegado sin “nosotros”.
Recuerdo a Perón explicando el por qué de la universidad pública: “teníamos cuatro millones de estudiantes en la primaria y solo cien mil hijos de oligarcas llegaban a la universidad. O sea que en vez de buscar cerebros entre cuatro millones, solo buscábamos entre cien mil”, y toda la explicación de cómo fue el proceso de abrir las universidades. Un momento inspirador de la historia nuestra.
Cuando se crearon las industrias culturales todos tenían las expectativas altas, pero nadie pensó que llegarían a aportar el 2,6 del PBI argentino, ni que generaría doscientos cincuenta mil puestos de trabajo, lo que nos pone en un alto nivel de producción de arte y cultura, a donde, aunque lejos, solo se nos acercan Brasil y Colombia. Entiendo que el Instituto maneja varios programas además del de teatro, pero el teatro y sus gentes son mi tema hoy, porque los conozco, los sé, les sé el esfuerzo enorme y las ganas de tener más, y no para ellos. Es para que los Freddys y Los Luises no sigan bregando solos. Porque no solo es una pena, también es un desperdicio de algo tan valioso como el talento.
En estas épocas de take away, delivery, sold out, valdrá la pena recordar que lengua es territorio, que el teatro es, quizá, la más dinámica de las formas de la cultura propia, y que reforzarla es un deber, no para pelearse con otras culturas, sino para saber que cuando la cultura propia es sólida, lo que viene de afuera puede ser incorporado como una forma de enriquecimiento y no como una nueva invasión que nos descaracteriza.
Es una cuestión de defensa propia.