Pese a su juventud, Manuela Martelli es una actriz chilena de larga trayectoria en cine: comenzó su carrera de la mano de directores como Gonzalo Justiniano (B-Happy) y Andrés Wood (Machuca, La buena vida), participó en proyectos de importantes realizadores latinoamericanos como Sebastián Lelio (Navidad), Martín Rejtman (Dos disparos) o Alicia Scherson (El futuro) y trabajó en producciones de Italia, España y Bélgica. A los 39 años estrena este jueves su primer largometraje como directora, 1976, que tuvo su premier mundial en el Festival de Cannes 2022 y que ella define como “una necesidad vital” en su carrera. Martelli habló con Página/12 desde Europa sobre el film que ya recorrió numerosos festivales y que ahora se conocerá en Argentina.

La realizadora confiesa que no eligió el tema sino que fue llegando a él casi por decantación: “Me puse a investigar el espacio doméstico porque me interesaba ese lugar donde se practican ciertas dinámicas o se perpetúan estructuras que ya existen. Me atraía esa relación entre las distintas personas de una familia en el interior de un espacio, cómo se comparte con otras que no son de la familia y las tensiones que aparecen entre las distintas clases que conviven. Siempre me llamó la atención ese lugar y a la vez lo sentía muy cercano. Probablemente esto les pase a muchas mujeres porque cuando éramos niñas ese era nuestro espacio y donde una se sentía más cómoda”.

Otra inspiración fue la figura de su abuela materna, a quien no llegó a conocer pero sin embargo fue fundamental en el proceso. “Yo me sentía heredera de ella porque de algún modo abrió espacios a las mujeres de mi familia, venía de un lugar súper conservador y había cumplido con el canon de lo que tenía que hacer una mujer en los ’50 o ’60: se casó a los 18 años, tuvo tres hijas y siempre se ocupó de la casa, pero en algún momento hizo cortocircuito con su propia vida y apareció un gran malestar. Empecé a preguntarme por eso. Mi abuela tuvo una depresión que se fue acentuando cada vez más y murió en 1976 muy deprimida, pero en la familia esto se explicaba como algo inherente a ella, como si fuese responsable y portadora de esa depresión, como si esto la definiera. Sus últimos años fueron también los primeros de la dictadura, los más brutales”. Así, Martelli comenzó por una figura familiar en el mundo privado para dar el salto hacia el contexto político de su país y una lectura social de ese malestar individual.

-El punto de vista que elegiste para contar esta historia es el de una mujer de clase acomodada. ¿Cómo llegaste a esa decisión?

-Fue un proceso largo de escritura y me llevó tiempo entender cuál era el punto de vista. Con respecto a la cuestión del privilegio, creo que llegué ahí porque es lo que conozco y sentía que podía hablar de eso. Yo no vengo de una familia rica, pero en Chile tener derecho a educarse en un buen colegio, ir a la universidad, saber que una no va a morirse de hambre ni va a pasar frío, es un gran privilegio. Me parecía más honesto ubicarme ahí y me interesaba entender cómo ese mundo privilegiado pensó que podía permanecer impermeable a lo que pasaba afuera. Esa es una pregunta que nos atañe a todos hoy: ¿es posible que lo que uno hace no repercuta en otro? ¿En qué medida estamos dispuestos a sacrificar la democracia en pos de mantener los privilegios?

-En un momento el personaje de Carmen, la protagonista, comienza a sentirse como una extranjera en su propia casa.

-Sí, me parecía interesante ver cómo empieza a verse a sí misma y el mundo que la rodea al poner un pie afuera. Quería que el personaje tuviera cierta sensibilidad como para estar atenta a la fisura, a eso que se estaba filtrando en su espacio íntimo y que en algún punto la iba a tocar aunque no lo hubiese buscado. Creo que ahí hay una ética que trasciende esa condición de privilegio, es un viaje a la lucidez del personaje. En ese encuentro con la realidad, su familia empieza a ver dónde está parada y de pronto se convierte en extranjera. Lo paradójico es que ella puede reinventarse afuera pero no adentro, es decir, le cuesta menos poner en riesgo su vida que cambiar las estructuras familiares.

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Diferencias

Hace un tiempo en Argentina comenzó a hablarse de dictadura cívico-militar-eclesiástica para poner en evidencia el rol que tuvieron no sólo los militares sino también la población cívica, las empresas privadas e instituciones como la Iglesia católica en uno de los períodos más oscuros de la historia nacional. En relación a ese punto y a propósito del cura que aparece en 1976, Martelli plantea algunos matices con respecto a lo que ocurrió en su país. “En Chile la Iglesia tuvo un rol súper importante. La Vicaría de la Solidaridad fue una institución creada para ayudar a los familiares de los detenidos-desaparecidos y a las víctimas de la dictadura. A mí me interesaba observar las tensiones. En la película hay dos curas y quería mostrar las dos caras porque en Chile hubo sacerdotes que vivieron toda la etapa de la Unidad Popular previa al golpe en las poblaciones y estuvieron muy cerca de la gente, un cambio de paradigma absoluto con respecto a lo que venía pasando antes. El personaje es de la vieja escuela a pesar de tener cierta ética, pero al mismo tiempo está sentado en la mesa de la familia privilegiada. Es ambiguo y buscaba eso porque hasta ahora fue muy difícil meterse con los grises, sobre todo en un país que no juzgó a sus responsables”, subraya.

La actriz que interpreta a Carmen es Aline Küppenheim. La directora recuerda que filmaron un teaser para poder financiar el proyecto y a partir de ese momento comenzaron a hablar del personaje: ella le contó la historia de su abuela e inmediatamente apareció la figura de la abuela de Küppenheim, “una mujer más progresista y transgresora que la mía, aún más fuera de su época”, según Martelli. De algún modo fueron robando historias de distintas mujeres para darle vida a Carmen. “Ese proceso previo fue enriqueciendo al personaje y para mí fue bien importante entender la fuerza de Aline, su prestancia y su inteligencia. Ella aportó mucho para que tomara densidad y no se convirtiera en una típica mujer ingenua, logró que tuviera más mundo, más cuerpo”.

Otra clave del proceso fue el hallazgo de unas películas familiares. Martelli se fascinó con esos colores saturados del Súper 8 Kodak y con la categoría de “recuerdos memorables”: vacaciones en la playa, cumpleaños, bodas, paseos. “Evidentemente hay cosas que uno quiere recordar y otras que no. La película hace la operación inversa porque va hacia eso que no está registrado”, explica, y agrega que se sintió atraída por los márgenes, por todo eso que queda afuera del titular y la primera plana del diario, eso que en 1976 aparece pero en off. “Me parece que hemos desarrollado cierta inmunidad a los relatos de titulares y a la Historia con mayúsculas. Las imágenes que tenemos aprendidas se naturalizan a tal punto que las dejas de ver. Lo mismo pasa hoy con la violencia: estamos bombardeados permanentemente por imágenes que entran al espacio doméstico a través del teléfono y nos volvemos inmunes a ellas. La pregunta es cómo lograr de nuevo una mirada lúcida sobre la violencia, y me parecía que la mejor manera no era viéndola de frente sino sintiéndola”.

En 1976 hay una preocupación minuciosa por el lenguaje: dónde poner la cámara, qué se ve o qué se escucha. En relación a esa búsqueda, Martelli analiza los vaivenes de la cinematografía chilena de los últimos tiempos: “Creo que tuvimos un vacío de más de veinte años donde la producción fue casi nula. Sin embargo, había una tradición que venía desarrollándose desde los ’60 y que pensaba al cine como un lenguaje. Eso quedó en suspenso y después de la dictadura hubo una necesidad tremenda de hablar de lo que había pasado para denunciarlo. Ahora empieza a retomarse aquella búsqueda por lenguaje, aunque todavía estamos en una etapa en la que la industria se sustenta en la voluntad. En 2010 se creó la Ley de Cine y gracias a ella existen fondos destinados a la producción, se abrió un espacio para que nuestras películas recorran festivales y circulen en distintos espacios. Casi todas las cinematografías latinoamericanas fueron históricamente un terreno masculino y blanco; en Chile las mujeres están consiguiendo más espacios, pero sigue siendo una práctica de elite”.

-Decís que la dictadura no fue tan narrada en cine como suele imaginarse. ¿Qué secuelas dejó y cómo se vincula con la realidad actual en tu país?

-Es bastante difícil resumir el proceso de Chile de los últimos años. Yo veo que es muy difícil hacer cambios estructurales después de la dictadura porque fue muy eficaz en cimentar ciertas estructuras sociales y económicas. Se instaló un sistema neoliberal brutal, con muy poca regulación del Estado y los bienes básicos privatizados. Hay un vacío terrible en la educación que nos hace muy susceptibles a cualquier campaña de desinformación; la sociedad se polarizó, la riqueza se concentró en unos pocos, la educación y la salud no fueron bienes garantizados y de eso nos dimos cuenta con el proceso reciente, desde el estallido social en 2019 hasta el plebiscito por la Constitución y finalmente la decisión de no cambiarla. Ahí se vuelve evidente cuán fuerte es la herida.

-¿Qué rol puede tener el cine a la hora de hacer memoria?

-Frente al vacío de la educación, pienso que el cine quizás puede aportar otras cosas y ser una herramienta más para conectar con la sociedad, tender un puente y generar diálogos o pensamientos para que la memoria permanezca viva. Al mostrar la película me di cuenta de que algunos jóvenes se llevaban sorpresas: por un lado es alentador y, por otro, muy peligroso porque es un indicador de cuán rápido y fácil se olvida todo. Un acercamiento sólo mental no te conecta con la historia como cuando te conectas a través de las emociones que puede generar una película.

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