El viejo Jockey Club de Ingeniero White

Está sentado en una butaca cualquiera, la sala está completamente vacía, las piernas extendidas y apoyadas en la butaca de adelante, mientras en la pantalla, un puñado de cowboys a paso lento, fatigados aunque atentos, van entrando a lo que parece un pueblo vacío, fantasma, polvo y soledad. Pero saben que no, alguien o algo los espera.

Mi papá tiene un cine solo para él. Y su hermana también, Marta. Mi tía Marta. Eso nos decían cuando eramos chicos. ¿Cómo no fascinarnos? ¿Cómo no recrear imágenes de él, ella, los dos solos, en el medio exacto de todas las butacas? ¿Cómo no contarles a mis amigos, cada vez que cabía, que mi papá tenía un cine solo para él? No importaba qué películas, qué actores o actrices pasaron por esa pantalla. El protagonista era él. Como tantas veces, como tantas otras historias en ese largo y tumultuoso siglo XX que pareciera infinitamente más divertido, imprevisto y mágico que éste. Y encima tenía un techo corredizo, ¡un cine descapotable!

Pero no era tan así, nos enteramos después. Sí, lo del techo sí. Pero ese cine, el Jockey Club de Ingeniero White, mi abuelo al que no conocí lo tuvo en concesión durante un buen tiempo. En algún momento, a fines de los cuarenta, cuando mi papá tenía 9 o 10 años, mi abuelo José junto a sus hermanos Juan y Benito y otros dos socios, adquirieron el lugar. Un cine que había sido construido en los años '10 en la mítica, populosa y aún vigente esquina de Guillermo Torres, por entonces era la única calle adoquinada. Justo frente a la estación del tren que conectaba la ciudad con la zona portuaria. Un cine aún mudo, donde las películas eran amenizadas por las manos brujas de Oscar Orzali al piano. Un músico estupendo que también salía de ronda por los boliches, cantinas y cabarets del pueblo hasta altas horas y logró convertirse en el pianista principal de radio LU2, cuando a las emisoras se podía ir a escuchar música en vivo.

Y ahora que a mi papá le pidieron data precisa sobre el Jockey fuimos, amén de su memoria prodigiosa, por cierto, a los archivos, a los papeles, a la infalibilidad y frialdad de los documentos, para no meter la pata. ¿Será por eso, entre tanta objetividad, que recordé esas hermosas mentiras que nos contaban de chicos? Mi abuelo, que andaba en mil cosas a la vez, tuvo ese local desde el 48 hasta el 62 y por esos años, White era el alma, corazón, billetera y lo que quieras de la ciudad. Todos pasaban por acá, todos querían estar acá. White no descansaba nunca. Por ese entonces, el perfil del puerto se mecía entre la producción y el ocio, entre el tiempo del trabajo y la diversión. Al fondo se recortaba la Usina, los elevadores de chapa y los silos de cemento, los galpones de acopio y los tanques de YPF y, a la vez, en tiempos de verano, la gente bajaba a las múltiples playitas que se armaban cuando subía la marea.

Era, a decir de sus habitantes, una romería de gente, donde sea: no entraba un alfiler, una nube de bicicletas yendo y viniendo, al puerto, al ferrocarril, a sus casas, a las cantinas, al cine o al sindicato.

Por eso lo del cine, lo de este cine, según cuenta mi papá, arrancaba afuera. Dependiendo el horario, se juntaban en la vereda los chicos y chicas de la barriada, y le compraban o le robaban golosinas al Foca, un búlgaro corpulento y bonachón, escapado del hambre y la miseria, aquerenciado como miles en estas tierras. que ofrecía bolas de fraile o maníses en su bandeja de madera. Después entraban a ver una de aventuras, de monstruos o algún melodrama vulgar con beso al final, o venían las familias enteras. A veces, martes o miércoles, cine solo para mujeres y después las pelis nocturnas. Lo sabido: matiné, ronda, noche.

Pero además de las pelis yanquis o producciones locales y alguna que otra europea, estaba el noticiero. Pensemos que por entonces, además de la prensa escrita, la radio y las pantallas eran los medios para mantenerse informado y el Jockey, semana a semana, pasaba el infalible noticiero de Sucesos Argentinos y otro de novedades internacionales.

¿De qué se habrán enterado en esos intervalos, con qué se habrán sorprendido o simplemente reafirmando que el mundo seguía igual?

La sala tenía más de 400 butacas sobre un piso de madera, la pantalla estaba sobre una tarima de concreto y además contaba con un pullman o tertulia, una suerte de gallinero donde las parejitas se acurrucaban a más no poder, los pibes chiflaban o le gritaban de todo al infatigable Galván, caramelero y acomodador. El cine, ese lugar donde nos volvemos crédulos, hermosamente ilusos, donde campean la fantasía y el éxtasis, pero además, en esos tiempos, si se iba en familia se aprendían hábitos y modales. Si los chicos iban juntos, se libraba el juego de la impostura, el hacerse notar o actitudes propias de la bandada. No faltaba oportunidad en que la cinta, ajetreada de tanto uso, saltaba o se rayaba, o se perdía momentáneamente el audio y los silbidos e insultos no tardaban en aparecer. Una vez afuera, mi papá dice que se cruzaban a la Estación y jugaban a asaltar el tren, a huir por las vías o simplemente esperaban a que por ese andén llegara la persona indicada. También, ciertos gestos, ademanes de Humphrey Bogart o miradas a lo Grace Kelly, giros de la lengua norteamericana, se pegaban con una facilidad abrumadora.

En cuanto a producción nacional, sacamos cuentas y nos sale, Dios se lo pague, Pelota de trapo, Los Isleros, Las aguas bajan turbias. Revisamos los papeles, afiches, recortes de diarios y vemos: Cuando besa mi marido, Los árboles mueren de pie, La casa del ángel, Esposa último modelo, En la ardiente oscuridad. Por el Jockey pasaba de todo: cine de corte popular, comedias bien tratadas o sofisticadas, a decir de la época, policiales, cine de raigambre social o algunas de mayor experimentación estética o narrativa. Lo que sí, ya estaba Mirtha Legrand. Actuaciones inverosímiles, relatos ingenuos, grandes protagónicos y gemas maravillosas. Todo eso pasaba por el cine de White y, seguramente, el primer desnudo de Isabel Sarli con El trueno entre las hojas, que denunciaba la explotación de los obreros en un aserradero paraguayo. Pero eso no ha quedado en la retina de nadie, tampoco en la de mi papá.

Como esas latas a veces llegaban en mal estado, previo a la proyección —mis tíos pasaban horas revisando cada cinta— tenían que reponer los fotogramas que faltaban, agregar cuadros en negro para que no se pierda la sincronía con la voz… Así, sentados ahora a la mesa, mi papá va recuperando una época, recuerdos emparchados necesariamente con olvidos, verdades a medias pero con una narración firme que le va dando sentido.

Pasado esos gloriosos años, este mismo cine continuaría con otros dueños y, a mediados de los '60, se instaló la memorable cantina de Tulio, pero eso es un capítulo aparte. Después, la nada misma. Alguna vez reabrió para que funcione una de esas iglesias universales de los últimos días.

Según me cuenta él, en algún momento creció una marea nunca antes vista, una bien fulera, una oleada que se llevó puesto casi todo lo que había en White. No es la única persona a la que se lo escuché, los relatos varían en matices y se cuelan imprecisiones, pero los restos materiales no engañan a nadie. Al puerto lo fueron cercando, innovando, se vació de trabajadores y se llenó de luces y sirenas engañosas. La estación de trenes ya no está y al local del cine le tapiaron las puertas y ventanas. Ya nadie podría siquiera meter las patas en las aguas salitrosas de la ría. Las nuevas generaciones, como se dice acá, crecimos de espaldas al mar. Será por eso que en mi infancia, cuando íbamos de visita, todo versaba sobre lugares idos, hazañas imposibles y laburantes bien pagos. A los que no la vivimos, algo nos resuena cuando estamos ahí, la sensación de un murmullo constante, fogonazos de un esplendor, sonidos apagados como si hubiera una película de fondo.

En estos días, si pasás, vas a ver el local abierto. El Sindicato de Recibidores de Granos, URGARA, compró el lugar y lo está poniendo en valor después de décadas de permanecer absolutamente cerrado. Veremos qué uso le darán, si vuelven el telón y la magia. Por lo pronto, lo colectivo a través de los trabajadores y sus familias, se hace presente.

Contenido original de pagina12.com.ar

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