Homo Escritora

Desde Barcelona

UNO La escritora a la que Rodríguez ahora ve en la televisión no está hablando –como aquella en esa canción de Dire Straits– sobre la Virgen María. No: esta escritora habla de sí misma y de lo que siente y hace y de algo que le pasó hace un tiempo y que ahora pasa para siempre en un libro que acaba de publicar. Uno de esos libros convenientemente breves y chocables auto-algo y en los que (obedeciendo a esos comments que crecen como la hiedra en las paredes de Amazon) florecen abundantes personajes con los que el lector podrá "identificarse" de inmediato. Así es: de un tiempo a esta parte, piensa Rodríguez, pareciera que ya no se lee para ser otro y vivir una vida diferente sino para reconocerse y sentirse reconocido.

Y Rodríguez –viéndola y cantándola con su mejor imitación de Mark Knopfler– se dice que, sí, la escritora en su televisor tiene toda la belleza y la inteligencia y hasta "otra cualidad".

Y Rodríguez aprecia el modo en que su cabello enmarca su rostro. Y después se acuerda de que, en esa canción de Dire Straits, sin que quede muy claro si se lo dice a la escritora o a una de sus cientos de miles de lectoras– se concluye que "Y yo sé que jamás leíste un libro". Un libro que no sea de esa escritora, claro.

DOS Y, de acuerdo, Rodríguez nunca leyó libro de esa escritora, pero leyó tantos de tantas otras sin pensar en su sexo sino en las portentosas historias que ellas le contaban. Y tiene tantas favoritas (hay muchos días en que más que escritor le gustaría ser escritora) y sólo mencionará a aquellas en el idioma de Dire Straits: las Brontë, Lorrie Moore, Ottesa Moshfegh, George Eliot, Carson McCullers, Anne Beattie, Joan Didion, Lydia Davis, Iris Murdoch, Amy Hempel, Penelope Fitzgerald, Anne Tyler… Y, de un tiempo a esta parte, también, Elizabeth Strout.

Y Strout –luego de atender mesas de bar en Nueva York y dejar la abogacía– decidió arriesgarse a servir y defender su vocación primera y verdadera. Y se puso a escribir. Y publicó varios libros y hoy es best-seller y ganadora de un premio Pulitzer. Sí: una de esas "historias de vida" para feliz identificación/deseo de los comentadores de Amazon. Y Rodríguez leyó todos sus muy buenos libros porque en ellos, además, Strout ha tenido talento para crear gran lady writer personaje: Lucy Barton. Personaje quien ya ha aparecido y reaparecido en –leerlos en orden– Me llamo Lucy Barton y en Todo es posible y en Oh, William y en el aún no traducido (pero ya leído por Rodríguez) Lucy by the Sea. Y Barton no es el único personaje recurrente en lo de Strout: también están las madre-hija Amy e Isabelle, los hermanos Burgess y esa otra criatura suya con muy específico peso pesado: la tremenda Olive Kitteridge (quien llegó a HBO con el rostro de la para Rodríguez atemorizante Frances McDormand). Y todos y todas saltan de un libro a otro de Strout como en versión íntima-realista del Marvel Universe con el amor/dolor como único y muy especial efecto y defecto.

TRES Pero, de nuevo, la favorita de Rodríguez entre todos los habitantes de Stroutlandia es Lucy Barton: hija fugitiva de empobrecida familia disfuncional, primero aspirante a escritora y luego publicada y reconocida, madre de dos hijas y viuda de segundo marido y luego reencontrada con el primero. Y los libros con/de Lucy Barton (llevada al teatro por la encomiable Laura Linney; pero quien para Rodríguez es y sólo puede ser la muy nerviosa y algo enervante Holly Hunter) son muy sentimentales y emocionantes pero jamás cursis. Lucy Barton no es lacrimógena, no es efectista, no es tramposa, no es predecible, no es obvia, no es deshonesta, no es banal, no es innecesaria, pero sí (y esto es para Rodríguez un logro y una gran audacia de parte de Strout) no es, aunque se la quiera, siempre querible. Lo más interesante de todo para Rodríguez (aunque tal vez se equivoque y no haya sido esta la intención de Strout; pero si lo fue, bien por ella) sea el modo en que Strout se vale de su exmarido William (con las dos hijas de ambos a modo de coro griego-neoyorquino) como espejo para reflejar/clarificar a una aún más compleja de lo que ya se pensaba Lucy. Y, por compleja (y tan acomplejada como acomplejante) Rodríguez quiere decir que es alguien que resulta cada vez más pasivo-agresiva (en Lucy by the Sea, en plena pandemia, llega a afirmar que toda su vida fue un confinamiento), demandante de atenciones, decisiva indecisa ("Creo que, en el mejor de los casos, solo decidimos algo de verdad una vez entre muchas. El resto del tiempo lo pasamos siguiendo algo: ni siquiera sé qué es lo que seguimos… Simplemente actuamos… Simplemente actuamos, Lucy", le recrimina un ya algo agotado y casi heroico William), víctima de oportunos y perfectamente cronometrados ataques de pánico casi de diva, incapaz de no utilizar su pasado como coartada/justificación para todo, adicta absoluta a los tulipanes à la Mrs. Dalloway y al lloriqueo y a las exclamaciones entre signos de admiración. Alguien no por eso menos adorable pero, sí, tan tremenda como Olive. Lucy es Jekyll y Olive es Mr. Hyde y –piensa y tiembla Rodríguez– el día que se intuye cada vez más cercano en que ambas se crucen será como contemplar uno de esos minués entre King Kong y Godzilla en los que familia y amigos serán la siempre destrozable Tokio.

CUATRO Y en un momento de su primera entrega –la volátil y agotada y agotadora Sarah Payne, profesora y mentora de Lucy Barton– previene en curso de escritora creativa que "mi trabajo no consiste en enseñar a distinguir a los lectores una voz narrativa de la opinión particular del escritor" y desprecia más o menos educadamente a todos los asistentes a ese "taller". Pero, a solas, y luego de haber leído la versión temprana de lo que está escribiendo (y recordando) Barton, Payne le ofrece el siguiente diagnóstico: "Mira, escúchame, y escúchame con atención. Lo que estás escribiendo, lo que quieres escribir es muy bueno y te lo publicarán. Pero escúchame bien. La gente se te echará encima por unir pobreza y maltrato. Una palabra tan absurda, una palabra tan convencional y absurda como maltrato, pero la gente dirá que puede haber pobreza sin maltrato, y tú no dirás nada. Nunca defiendas tu trabajo, nunca. Ésta es una historia de amor, tú lo sabes… De una manera imperfecta, porque todos amamos de una manera imperfecta. Pero si mientras escribes esta novela te das cuenta de que estás protegiendo a alguien, recuerda una cosa: que no lo estás haciendo bien". Antes, Sarah Payne advierte a sus alumnos: "Sólo tendrán una historia. Escribirán esa única historia de muchas maneras. No se preocupen por la historia. Sólo tienen una".

Y sí: la historia de Lucy Barton –heredera vía Elizabeth Strout del gran talento para la epifanía de John Cheever en astuto tándem con la clínica y exacta observación de lo real de James Salter–no es muchas cosas pero sí es una sola: es muy buena, aunque Lucy Barton no lo sea.

CINCO Ahora–en el televisor de Rodríguez– otra escritora, que se parece un poco a Lucy Barton pero en nada a Elizabeth Strout, sigue hablando de sí misma y de lo suyo y de todo lo que le pasó y de cómo lo superó al ponerlo por escrito, como si esto fuese un milagro religioso digno de aleluyas.

Pero no, no cree Rodríguez.

Artículo original de www.pagina12.com.ar

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