¿Por qué ganó “Todo en todas partes al mismo tiempo”?

El triunfo abrumador de Todo en todas partes al mismo tiempo en la 95° ceremonia de los premios Oscar, en la noche del último domingo, puede servir para pensar no tanto en el recambio generacional que de manera evidente está atravesando la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood sino más bien en las transformaciones que experimenta —y celebra— Hollywood como modelo de producción. Que la película escrita y dirigida por Daniel Kwan y Daniel Scheinert —los “Daniels” como se los conoce familiarmente— haya ganado siete premios principales de las once estatuillas a las que aspiraba viene además a batir algunos récords en la historia casi centenaria del Oscar.

En principio, es la única película en los anales del premio que —salvo en el rubro mejor actor, donde no competía— se lleva todos los considerados primordiales: mejor film, dirección, guion, actriz protagónica (Michelle Yeoh), actriz de reparto (Jamie Lee Curtis) y actor de reparto (Ke Huy Quan), además de montaje, la única categoría técnica que ganó. Y muy justificadamente, porque sin una edición que pusiera algo de orden en ese “multiverso” la película de los Daniels sería mucho más caótica de lo que ya es.

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Lo cierto es que en los rubros de interpretación, por caso, Todo en todas partes al mismo tiempo es la tercera película en los 95 años del premio que gana tres Oscars en esas categorías, después de hitos como Un tranvía llamado deseo (1951) y Network, poder que mata (1976), recordadas justamente por sus actuaciones descollantes, algo que difícilmente suceda en el futuro con la de los Daniels, donde priman los efectos especiales. Y donde las actuaciones parecen producto de lo que un análisis clínico podría llegar a diagnosticar como Síndrome hiperquinético o Trastorno por déficit de atención con hiperactividad.

Ese cuadro parece aquejar a la protagonista, que tiene tantos universos paralelos (los ahora tan mentados “multiversos”) en su cabeza que no puede escuchar a su marido, que le está pidiendo el divorcio; a su hija, que le exige blanquear frente a la familia su elección sexual; o a la temible funcionaria de la agencia impositiva que le informa que sus cuentas están al rojo vivo. Está bien, hay que reconocer que se trata de una comedia —una de las dos o tres que han logrado ganar el Oscar a la mejor película en casi un siglo— pero aun así parece un exceso de inquietud extrema. La misma, por otra parte, que exhibieron los Daniels cada vez que les toco subir al escenario del Dolby Theatre.

Pero no un exceso de producción. Todo en todas partes al mismo tiempo fue realizada por la compañía A24 —una nueva estrella en el firmamento de Hollywood— por un cuarto del presupuesto que necesitaron Top Gun: Maverick o Avatar: el camino del agua, que también competían en el rubro Mejor Película y apenas consiguieron una estatuilla en sonido y efectos especiales, respectivamente.

No parece una casualidad que Tom Cruise y James Cameron, dos nombres de mucho peso en la industria, hayan pegado el faltazo a la ceremonia. Las encuestas de boca de urna no les asignaban chances a sus respectivas películas y debieron considerar (autoestima no les falta) que el previsible triunfo de Todo en todas partes… era una afrenta a su concepción del cine, que hunde sus raíces en el viejo Hollywood.

Más humilde y experimentado, Steven Spielberg, en cambio, se sentó allí donde lo ubicaron, en una de las primeras filas de la platea, para asistir resignadamente al ninguneo olímpico a Los Fabelman, su película más personal, que tenía siete candidaturas y no recibió ni un solo premio. Es difícil evaluar bajo qué parámetros eligen los casi 10.000 miembros que actualmente integran la Academia de Hollywood, pero el mensaje de la noche del domingo fue claro: los grandes nombres de siempre ya no tienen en la consideración de los votantes el peso que antes tenían.

Ahora se busca y se premia la novedad (los “multiversos”), la diversidad (este año fue el de la reivindicación de los “Asian Americans” como antes habían sido los afroamericanos y el año pasado los hipoacúsicos) y también los presupuestos más acotados, aquellos que permitan en tiempos de crisis económica una recuperación rápida y segura de la inversión. No por nada el animador Jimmy Kimmel se burló más de una vez de los 100 millones de dólares que costó Babylon, uno de los grandes fracasos de la temporada 2022. Ahora sólo cabe esperar con qué nuevo “multiverso” nos va a chamuyar la Academia de Hollywood el año próximo.

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